Cézanne siempre tuvo el porte de un hombre de provincias. Todos los testimonios de época mencionan su irreductible acento provenzal, su aspecto tosco y su carácter huraño y desconfiado. Pese a ello, procedía de una familia adinerada, aunque no
heredara la apariencia burguesa y refinada de sus colegas. A finales de los años cincuenta, Cézanne decide dedicarse a la pintura, aunque comienza estudios de Derecho para complacer a su padre. En 1861 llega por vez primera a París, donde asiste a la Académie Suisse para ejercitarse en el dibujo. En ella conoce a Guillaumin y, sobre todo, a Pissarro, con los que forjará una larga amistad. Se trata probablemente de los primeros contactos entre pintores que luego integrarían el grupo impresionista. Fracasa en el ingreso a Bellas Artes, por lo que durante algunos meses trabaja en la banca paterna. En 1862 vuelve, sin embargo, a París, reanuda sus relaciones y conoce a Manet, Renoir, Monet y a los demás pintores y críticos que se reúnen en torno al primero en el café Guerbois. Trabajaba en medio de un gran aislamiento. Desconfiaba de los críticos, tenía pocos amigos y, hasta 1895, expuso sólo de forma ocasional. Estaba distanciado incluso de su familia, que tachaba su comportamiento de extraño y no apreciaba el carácter revolucionario de su arte. Hacia 1904, Cézanne alcanzó la consagración en uno de los grandes salones oficiales de pintura y cuando murió había logrado un prestigio considerable. Un día, Cézanne se vio atrapado por una tormenta mientras trabajaba en el campo. Después de haber trabajado durante dos horas bajo el aguacero decidió volver a casa; pero en el camino se desmayó. Lo llevó a casa un conductor que pasaba. Su ama de llaves le frotó los brazos y las piernas para restaurar la circulación; como resultado, recuperó la consciencia. Al día siguiente, pretendía seguir trabajando, pero se desmayó y le metieron en la cama, donde murió a los pocos días.
© Image&Art y Wikipedia

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